miércoles, 22 de abril de 2009

Los domingos de Madrid


Es costumbre madrileña aprovechar las mañanas de domingo para acudir al Rastro de Madrid. Pero no acaba ahí la mañana. Tras subir la cuesta de Rivera de Curtidores hay que reponer el esfuerzo yéndose de cañas por el céntrico barrio de la Latina.

Ya en el siglo XV los ropavejeros (vendedores de ropa usada) y los curtidores de pieles se asentaron en este barrio de las afueras de la Villa de Madrid. A finales del siglo XVIII empezaron a instalarse también vendedores de productos comestibles, tahonas, trastos de todo tipo e incluso objetos robados. Ya en el siglo XIX empezaron a aparecer las tiendas de antigüedades y galerías. En muchas ocasiones, todas ellas infructuosas, se ha intentado cambiar su emplazamiento. Poco a poco El Rastro ha ido asentándose como el mercadillo “oficial” de la ciudad de Madrid.

Ahora, quinientos años después de sus inicios, El Rastro se ha convertido en visita obligada para turistas y viajeros. Cada vez son más numerosos los puestos desmontables que, cada domingo, se instalan. El desorden es una constante en cada uno de estos tenderetes, pero ello hace que la aventura sea más interesante y que el encontrar un objeto de valor entre tanta chatarra resulte casi como encontrar un tesoro enterrado en una isla desierta. Y si encima consigues regatear al vendedor de turno, eso que te ahorras para el aperitivo.

Es curioso observar la variedad de artículos que se venden en El Rastro. Hay puestos que se especializan en la venta de un solo tipo de artículo: ropa interior, cacerolas, gafas de sol, películas, navajas, etc. Otros, por el contrario venden productos muy variados: desde banderas de la República hasta chapas de Britney Spears. Y es que el público que cada domingo recorre la Rivera de Curtidores es de lo más variopinto, y sus gustos también.

Hay que decir que a ciertas horas, especialmente en verano, resulta casi imposible circular por la calle porque la gente se apretuja unos contra otros y puedes tardar casi una hora en recorrer un camino que, en circunstancias normales, no se tardaría más que veinte minutos. Y es ahí cuando ladrones y maleantes se frotan las manos y aprovechan cualquier despiste para robar a los más despistados.

Pero no todo el domingo va a ser comprar. En esta famosa cuesta madrileña también podemos encontrar infinidad de bares y restaurantes para tomarnos alguna tapita y callar al gusanillo que a eso de la una de la tarde te pide el aperitivo. Es ahí cuando se ve la diferencia entre los madrileños y los turistas. Estos últimos prefieren tomarse algo por los bares que están alrededor de los tenderetes, porque están más a la vista y por eso son más caros. El madrileño, que ya se conoce estos truquillos y que está acostumbrado a acudir al rastro con mayor frecuencia, prefiere andar cinco minutos y acudir a las tabernas de La Latina. Nada apetece más en verano que unas cañitas en una terraza mientras se comentan las compras de la mañana.

A las tres de la tarde los vendedores comienzan a recoger sus puestos, mientras algún comprador poco madrugador aprovecha para cerrar sus últimos tratos. A las cuatro la calle vuelve a su tranquilidad habitual, despareciendo la magia y alegría que, cada domingo, nos trae El Rastro.

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